LA VIGA DE RODRIGO
(Crónica de un mamerto, fantoche y verriondo ser).
Era una noche cerrada, pero no cualquier noche. Me había enterado de todo y era vox populi la situación de Rodrigo Afanador, al que días antes le habían propinado una pateadura de aquellas y yo sabía por qué, en rigor, todo el pueblo lo sabía. Me habían contado varias versiones, por lo que me hice una idea bastante cercana a cómo había sucedido todo, más aún cuando ya tenía antecedentes previos del “modus operandis” de este ser, ciertamente un “mamerto”. Su punto débil y perdición, era el alcohol y con el paso de los años, las drogas, aunque lo escondía con esmero. Solo un par de copas bastaba para desencadenar sus acciones libidinosas, luego venía la inhibición, la observación y estudio preciso de la víctima, para definir cuándo y el preciso momento en que su víctima estuviera indefenso, cuando no tuviera la más mínima posibilidad de defenderse, por lo que Rodrigo Afanador, actuaría sobre seguro. Su perfil era el de un abusador, con características psicopáticas. Un carroñero de poca monta. Las víctimas siempre o casi siempre eran trabajadas desde la vulnerabilidad, para luego asestar el zarpazo. Hábil, muy hábil para detectar las debilidades y carencias de sus víctimas. En general, el zarpazo, la agresión, estaba mediada por algún favor o un compromiso. Sin embargo, yo no podía o no me correspondía juzgar, solo tratar de entender el comportamiento. En el pueblo, era tema recurrente sus víctimas, que no denunciaban por vergüenza. Sin duda era un “crápula” rematado. Solo las versiones me dieron una imagen más nítida de cómo había sucedido todo, la imagen se torna patética. Solo después de un tiempo pude saber de primera mano cómo había sido todo. Ahí entendí que el hombre era un ser que no podía contenerse, estaba predestinado a hacer daño y no sentir culpa alguna y viviría y moriría con ello.
Esa noche, era una noche cerrada y el viento norte nos anunciaba la lluvia. Golpee imperceptiblemente la puerta de madera, estaba nueva, a la cual se accedía a través de una corta, angosta, oscura y empinada escalera de madera antigua, que era parte de otra estructura. Escuche una voz en OFF desde el interior, nerviosa, apurada, sin sosiego. Percibí pasos y carreras en su interior, rechinaba la madera. Decidí respetar esa privacidad y esperé un segundo, que no fue un segundo, sino interminables tres minutos. Me dije, debe estar en el baño u ordenando, por lo que respetuosamente esperé a que se abriera la puerta, total ya estaba ahí. Si hubiera sabido el tenor de la conversación posterior, habría regresado mis pasos por donde vine, pero no, decidí esperar. Finalmente, Rodrigo Afanador abrió la puerta y me recibió con una sonrisa desesperada, sin mirarme directamente, me invitó a pasar y tomar asiento. Serían como las 20 horas, afuera comenzaba a hacer frío. Era muy llamativo el hecho de que todo estaba perfectamente ordenado, lo que daba cuenta de una personalidad demasiado preocupada de lo que los demás pudieran opinar. El lugar era un espacio pequeño, solo para una persona o dos, pero bien distribuido. El cenicero acusaba que pasaba por un momento de crisis, al menos había veinte colillas de cigarrillo aplastadas e imperceptibles restos de cenizas desperdigadas en la mesa. El ambiente estaba pesado. A las paredes estaba adherido el olor insoportable del alcohol y cigarrillo. En la atmósfera del lugar se podía adivinar el carrete furioso y desatado de la noche anterior, tal vez más de una noche. Pudiera ser también que fuese asiduo a recibir visitas. ¿Qué tipo de visitas? Solo él podía dar fe. De seguro esas visitas sabían toda la historia. En la mesa redonda, dos tazas vacías y utilizadas. Me ofreció café y acepté. Eso confirmaba mi teoría. La lámpara retráctil caía sobre la mesa redonda, muy apegada a su base, lo que provocaba un efecto visual que permitía simular o minimizar la imagen magullada de su rostro. La situación de las noches anteriores era comentario obligado en las familias del pueblo y más allá, a la hora del desayuno, almuerzo u once, en las calles a toda hora, en los bares, hasta en los partidos de fútbol o pichangas de barrio. A los minutos comenzó a levantarse un viento puelche, que abrió de sopetón una de las ventanas, entró con furia y la puerta del único cuarto se abrió. Sin querer, alcancé a ver su cama, de dos plazas y las sábanas de seda en completo desorden. En el exterior, pensé, todo ordenado, en el interior, desorden total, algo no cuadra. El cuarto estaba decorado con fotografías de iconos de la música y un calendario de hombres jóvenes semidesnudos. Para mí en lo personal, eso no era un problema en sí mismo, pero no era el perfil de lo que Rodrigo Afanador presentaba a la gente o los cercanos. La conversación transitó hacia temas sin importancia. Él me hablaba de cosas diversas y sin sentido, como de costado para que yo no viera su rostro de frente. Yo sabía que en algún momento tendría que hacerlo, no lo podía ocultar para siempre. Afanador se notaba muy nervioso y cuando su puerta abierta evidenció su interior, me miró con un rostro cercano a la irritación y juraría que se ruborizó. Con la rapidez de un rayo, se apresuró a cerrar la puerta. Era evidente su nerviosismo e incomodidad. Por él, se encontrara a mil kilómetros de ahí. Se notaba molesto, contrariado consigo mismo por haber fallado, si no hubiera fallado, nada se habría sabido, pero no, ahí en su rostro estaba la evidencia inequívoca, había fallado y lo habían castigado con todo lo que se tenía a la mano.
Antes de llegar a la reunión, yo sabía todo y con detalles. Él sabía que yo sabía, pero me trataría de engañar, de mentir. Trató inútil y torpemente de llevar la conversación hacia otro lado. Intuí la cruz sobre sus hombros por lo que atiné a decirle, “tranquilo, no vengo a juzgarte”. Increíblemente, sin mover un músculo, contestó que no me preocupara, ya que la culpa no había sido suya. (De alguna manera reconociendo todo, había caído en la trampa). Dijo con la tranquilidad de Jack el Destripador, con cuchillo en mano, que no había sido su culpa, que había sido provocado. El discurso clásico de los abusadores. Su respuesta no hizo otra cosa que confirmar mi sospecha, de que era incapaz de sentir culpa y si debía mentir hasta morir, lo haría.
Sin profundizar en sus innumerables delitos, los que con el tiempo me enteré, entendí que para él la violación no era algo impropio o un delito, sino simplemente la posibilidad de saciar sus deseos. Para él era algo ya naturalizado, algo normalizado. Antes de darle tiempo a que siguiera intentando convencerme de su mentira, le interrogué, sabiendo que no llegaría a ninguna parte…
¿Acaso no te das cuenta de que cada vez que lo haces, dejas una huella para siempre en esas personas, que no pueden defenderse?
A modo de respuesta, se encogió de hombros y solo dijo que no.
El hombre, si se le puede llamar así, era un “cagolindes”.
Rodrigo Afanador, no pasa inadvertido, y no necesariamente por inteligencia, suavidad o distinción. Su figura es híbrida y todo en él parecía falso, “fantoche” como un maniquí decorado para la ocasión, como alguien que esconde algo o que vive en realidades paralelas. De estatura mediana, de tez blanquecina, medio verdosa y cutis grasoso. De rostro redondo y contextura media, con tendencia a la obesidad. En la calle no se destacaría de nadie, porque su presencia era corriente y hasta se podría decir un poco grotesca. La calvicie evidenciaba inseguridad y de alguna manera insatisfacción con su propia imagen. Al parecer había una lucha interna, que a veces se hacía insoportable. Alguien que sufre por culpa de su otro yo y que no es capaz de asumir ni controlar. Sin duda daría la vida por ser aceptado, intentaba disfrazarse de otro para ser incluido. Llegaba a lo patético cuando citaba en conversaciones a escritores y filósofos, solo para que creyeran que había tomado en sus manos un libro. Lo cierto es que no era cierto. Nada en él era cierto. A decir verdad, si, había algo cierto, que abusaba de otros. Todo en él era opaco, no podía brillar.
Todos los antecedentes me hablaban de una doble personalidad y que con dos tragos sobre el cuerpo afloraban sus bajos instintos. Su personalidad, impedía sentir culpa y no hacía más que validar su descontrol. A veces, en soledad, se maldecía. De niño se vio rechazado. Siempre supo que no tendría una vida feliz, se le negaría para siempre el amor. No pude más que sentir pena y desprecio por él, no por su escondida y disfrazada condición, sino porque con su conducta provocaba daño. Yo no podría precisar la base sumergida del iceberg de su personalidad.
En los primeros minutos de conversación y café, el ambiente había sido normal, eso hasta que acepté sentarme. Mientras el intentaba esconder el rostro sin éxito. (daba lo mismo, yo ya sabía y todos lo sabían). Todos sabíamos que este ser oscuro ya llevaba un par de noches refugiado, escondido, agazapado y elucubrando una salida creíble a lo que había hecho. Prácticamente no había podido dormir, no tanto por algún cargo de conciencia. Su cruz en el pecho daba cuenta de una religiosidad falsa. Me atrevería a decir que no creía en Dios y que su postura religiosa solo era un ardid para engañar y timar a los incautos. A él lo único que lo mantenía inquieto, no era el daño imborrable que había provocado, sino el hecho de no haber podido concretar el acto. Su personalidad era propia de un miserable ser. No estaba en sus cálculos que las cosas no salieran como lo había planeado, como ya era costumbre. Las psicopatías son así. Varios de los cercanos sabíamos que se había escondido para que todo pasara, total, se decía para sí: “la gente olvidará”. De cierta manera tenía razón. Aunque, claro, que los demás olviden, a mí me da lo mismo, yo no lo olvido, siempre retuve en la memoria esa conversación.
Rodrigo Afanador sabía que estaba perdido, todo ya se sabía y eso nunca lo podría borrar. Se instalaría en su vida el estigma de ser señalado con el dedo acusador. Cada vez que se pronunciara su nombre, se recreará una y otra vez el acto fallido y la pateadura que se ganó. Con razón, sin razón, no lo sé.
Fui disfrutando de a poco el café que ya se había enfriado. Escrutaba sus movimientos, sus maneras, sus despistes, creyendo que me lograría convencer que se le había caído una viga de madera “justo sobre el ojo izquierdo”. De pronto, se hizo un silencio y lo miré fijamente, apuntando al rostro. Movió los ojos nerviosamente hacia otro lado. No le quite los ojos de encima y no le quedó otra que mirarme, sintiéndose inquietamente observado. Ahí me di cuenta que sí le importaba lo que la gente dijera de su pobre vida.
No lo pudo esconder más.
¿Qué te pasó en el ojo?
(Tenía un hematoma violáceo que daba cuenta de golpes de puño, tal vez de patadas, no podría precisar si tendría otros golpes en el cuerpo, era probable que sí).
Me mintió. Siempre mentía. Mientras más mentía, más se concentraba en mentir y hacer de una mentira una verdad. Pero esto no es como las matemáticas. Dos mentiras, no hacen una verdad.
Trató de ser convincente: «Amiguito, me dijo, estaba maestreando y se me vino una viga y me cayó justo en el rostro, y mira como me dejó el ojo».
Mintió con naturalidad.
Soy un asiduo lector de novelas policiales y podría asegurar que en el lugar:
“No había rastros de trabajos de carpintería.”
No me mientas, ya lo sé todo, le dije.
Sonrió nervioso, se mordió un labio y guardó silencio.
Estaba acorralado y aun así intentaba convencer sobre su verdad. Intentó victimizarse. No estaba dispuesto a reconocer el ataque, que sin consentimiento es simplemente una violación o intento de violación, lo que, según los testimonios, generó tamaña golpiza. Al parecer, estaba acostumbrado. Con el tiempo me fui enterando de un largo prontuario, que lo seguía hasta la Argentina.
Estaba condenado a vivir para siempre sin amor.
Observé en su cuello ancho y breve, que le apretaba una cadena, que al parecer era de plata. Antes de darle tiempo a inventar más mentiras, le pregunté nuevamente, ya que lo había hecho antes, si acaso no sentía algún remordimiento, culpa o algo parecido. Me respondió sencillamente que no. Entonces sentí rabia por todas sus víctimas, me levanté de la silla enfurecido, ya no me pude aguantar. Le grité a la cara, que como podía. El palideció, aterrado y suplicante, con los ojos en extremo abiertos. Le grité como como mierda se levantaba todos los días y se miraba al espejo y veía su rostro de abusador rematado. Que como podía vivir con eso. Que acaso no le temía a dios, del que tanto hablaba. Sin decir palabra se quedó petrificado, comenzó a gemir en forma suplicante. Luego le comenzaron a correr por el rostro unas lágrimas. Sorprendentemente, su rostro pasó de la súplica a una sonrisa sarcástica. Ahí entendí que no era normal, era un ser enfermo.
Comenzó a llover, le di las gracias por el café y me despedí. Salí y me fui caminando por el medio de la calle Martínez de Rosas con rumbo a la Plaza Arturo Prat. Antes de alejarme, volví el rostro hacia la ventana del segundo piso y me percaté de que, apenas cerré la puerta por fuera, había apagado la luz, pero aun así logré sorprenderle cuando me miraba, a través de la cortina rosada, agazapado en completa oscuridad.
Continuara…